3 feb 2014

El Concepto Meritocrático de Escuela y Acceso a la Educación Superior


El debate público se ha centrado estos últimos años, con altos y bajos, en lo concerniente a la educación como derecho fundamental. Es, en definitiva, lo que hemos instalado como estudiantes: la necesidad de un Estado garante de nuestros derechos fundamentales. La perspectiva reivindicativa no proviene sólo del pasado 2011, sino que se devela desde el trabajo e impulso del “Mochilazo” el 2001, y, por supuesto, la “Revolución Pingüina” del 2006, ambos hitos de mayor trascendencia dentro de todo un proceso de acumulación de fuerzas. Se trata de la maduración y entendimiento de un actor, como lo es el movimiento estudiantil, que demoró años: se creció desde las caídas, victorias y derrotas.
La introducción es vital en tanto nos denota una cuestión que debemos siempre tener en cuenta: ha sido todo este proceso uno  de absoluto crecimiento. Hoy, la cuestión problemática que hemos enarbolado desde nuestro sector se centra en la gratuidad en la educación, pero -y esta es la primera tesis- fue comprendida desde un ángulo por lo menos sesgado.
Sin duda alguna, la lucha por una educación de calidad y gratuita con el fin del financiamiento privado y del endeudamiento es una arista vital, pero sigue centrando la discusión en torno al factor económico, el factor monetario de lo que hemos enunciado como un derecho. Quizás ello fue necesario en su momento no tan sólo por su fin, sino también en tanto generaba empatía en el pueblo pues problematizaba desde el bolsillo de cada familia. Mas hoy es indudablemente insuficiente al alero de un cambio real no sólo en el modelo educativo, sino también en el modelo económico y político del país. Me explico. Hoy la discusión no debe sólo ser en torno al autofinanciamiento o al fin del endeudamiento y el lucro, la discusión no debe ser una que siga centrada en absoluto en la educación como un bien transable al mercado, sino que debe dar un paso más allá y plantear el siguiente debate: qué educación queremos y cómo esta educación alimenta un modelo social que debemos como pueblo definir. Mucho se ha comenzado a hablar, entonces, de forjar un verdadero proyecto educativo.
De esta forma, damos luces de la maduración de un proyecto y una lucha sin duda alguna reformista, pero que guarda –en perspectiva- un profundo espíritu revolucionario.  El primer paso, la gratuidad, ya está superado en torno al planteamiento de la demanda. Y aquí viene, luego de una larga introducción, la segunda tesis: debemos dejar de entender la educación como una herramienta de promoción social, desde el mal empleo de esta idea dentro del movimiento estudiantil hasta esta concepción bastante generalizada dentro de nuestra sociedad. Debemos dotar de propio contenido la respuesta a qué educación queremos, y exigirla.
Lo anterior nos lleva inevitablemente a dos ideas fundamentales. Primero, una que sería llamado por muchos “realista”, donde se nos menciona la meritocracia como fundamento esencial de la vida en sociedad. Lo cierto es que la educación municipal profundiza los ghettos sociales, ghettos que persisten en la reproducción de la situación socioeconómica de cada familia, que parte en el liceo, colegio o escuela y se traspasa a la universidad. La única opción de muchas de estas familias son los llamados “liceos emblemáticos” (es, de por sí, triste: le estamos diciendo a cientos de miles de niños y niñas que deben competir por entrar a estos colegios, porque -en gran parte- sólo en ellos les espera un futuro mejor, dejando al resto pateando piedras -como bien enunciaban hace años Los Prisioneros-, un modelo de Escuela es un especial llamativo a los sectores medios, particularmente lo que podría enunciarse como pequeña burguesía, sectores económicamente incipientes o, si se quiere desde la siutiquería, new rich), colegios que se basan en la selección, colegios que se transforman en enormes máquinas que clasifican, dan estereotipos, rotulan y direccionan a sus estudiantes hacia un camino determinado en la vida. Se le entrega –lo que es grave- legitimidad a la escuela, y particularmente a estos colegios, como mecanismos de movilidad o ascenso social mediante la idea del “logro”, de la “capacidad”. Así, por un lado la “meritocracia” esconde una pirámide escolar de base ancha y punta ínfima que condena cruelmente a los estudiantes más desfavorecidos, y, en segundo lugar, hace caso omiso a la condición misma de quienes no pueden seguir escalando en dicha pirámide: no hay consideración alguna a la realidad particular ni local, la situación socioeconómica como condicionante de la calidad de la educación, la educación no formal (familiar, del círculo íntimo, del círculo de amistades) que entregan valores y virtudes, las cuales siguen estando supeditas al mismo proceso histórico y tópico de cada familia. En lo concreto, no es lo mismo provenir de una familia con problemas de drogadicción, violencia intrafamiliar y delincuencia en una comuna de alto riesgo social, a nacer en una de situación económica e íntima estable. No le podemos exigir a cada estudiante lo mismo. La escuela meritocrática, por supuesto, sí lo hace.
Como segunda idea, un planteamiento que sería considerado por muchos como “ideologizado”: la promoción social conlleva el asumir de forma natural la sociedad de clases, dándole legitimidad a las mismas, y, lo que es aún peor, se vislumbra como una superación de su antagonismo irreconciliable. Por medio de la escuela, este mecanismo promotor, se puede traspasar desde la clase desfavorecida, explotada, a la dominante. En el fondo, llega un punto donde se le otorga validez a que ciertos educandos generen una continuidad para el traspaso de explotado a explotador, cumpliendo a cabalidad no sólo la naturalización de clases sociales, sino que a su vez prepara, con capital humano, su reproducción, asegurando la coexistencia de ambas.
De esta forma, y superando aquella idea, la educación –y acá incluyo también a las universidades- debe responder a un qué queremos como sociedad, no a la idea externa de ella como una herramienta de promoción social. Junto con esto, en el ejercicio propio de la educación, ésta funciona, en lo interno, como un mecanismo de capacitación para la mano de obra y el capital humano especializado (fruto del sistema capitalista imperante, sus condiciones objetivas o el factor económico) y la difusión transversal –imposición, para ser específicos- de formas ideológicas y elementos culturales dominantes (la función subjetiva, la apelación al sentido común o el factor ideológico). Formas y elementos que, por supuesto, reproducen el statu quo y aseguran su fortalecimiento.
La pregunta es, entonces, cómo debemos entender la educación y porqué reviste tanta importancia. Aquí viene la tercera tesis: es inseparable la educación del modelo de sociedad que queremos construir. Así, como señalaría Durkheim, la educación es “la acción ejercida por las generaciones adultas sobre aquellas que aún no están maduras para la vida social. Tiene por objeto suscitar y desarrollar en el niño cierto número de estados físicos, intelectuales y morales que exigen de él, la sociedad política en su conjunto y el medio especial al que está particularmente destinado”. Particularmente, dichas exigencias de la sociedad provienen de las condiciones de las mismas y sus consensos. En una sociedad de clases donde exista dominación, prevalecerá un modelo que tienda hacia la perseveración de la misma.
La educación, entonces, debe entenderse de una forma diametralmente opuesta. No debe pensarse de la lógica de la retribución individual, sino que social: lo que con ella cada ser humano aporta a la vida en conjunto, al ser colectivo y no al egoísta. Luchar contra la misma concepción liberal de los derechos humanos que se expresan en las aras de la libertad negativa (la no intromisión, interferencia) y la propiedad. En su esfera privada, que sea un potente instrumento de libertad, para que su capital cultural sea utilizado en provecho del individuo y a la vez del conjunto, para lo cual no es escindible una profunda transformación social que garantice en definitiva la fehaciente libertad, desprendiéndose la escuela de elementos superpuestos de dominación. Que, como lo vinculaba Hegel, se establezca como una instancia de mediación que sitúe su existencia entre el niño que se desprende paulatinamente de la familia, y el mundo del trabajo y la política, esto eso, el mundo del Estado y la sociedad. Que sea un elemento propio de lo público, que se prepare y forje al niño, adolescente y joven para la vida en comunidad. Esto genera, a su vez, una política de reconocimiento: el ser humano interactúa, se diferencia de otros al contacto, se reconoce y conoce como distinto al resto y por ende particular. Se provee como un ser único. Así, cumple una función vital, a su vez, en el crecimiento individual de cada ser humano.
Por último, y no tan extenso como querría, la cuarta tesis: para poder promocionar un cambio de tan alta trascendencia, asumiendo que las reformas son globales y requieren de múltiples modificaciones en todo un sistema educativo, debemos abordar la temática del acceso a la educación superior como un elemento de vital trascendencia.
Este ha sido un punto enclenque del movimiento estudiantil, el cual poco y nada ha discutido sobre el tema. Hoy, existen iniciativas de carácter paulatino que se proveen como mecanismos para soslayar las amplísimas brechas sociales en el ingreso a la educación superior, como son las Becas de Excelencia Académica, el sistema de propedéutico (USACH), los Cupos de Equidad (Universidad de Chile) y recientemente el ranking como herramienta elemento de ponderación en el acceso a la Educación Superior, impulsado particularmente por la Universidad de Santiago y la Universidad Católica. Ahora, no debemos olvidar, en aras de ese mismo horizonte revolucionario, una idea fundamental: el acceso irrestricto para cada estudiante al sistema universitario. Que todo aquel que desee estudiar en una Universidad pueda hacerlo. ¿Por qué? Porque ya no hablamos de la educación como una herramienta de promoción social. No queremos una universidad donde se nos cuestione la empleabilidad, donde se nos plantee el ya recurrente “¿qué pasaría si todos fuéramos profesionales?”, donde se trabaje desde la idea de rentabilidad. Porque lo hemos dicho una y otra vez: el cambio en materia educacional sólo podrá ser real cuando sea transformador, y para ser realmente transformador –y aquí la presión que pone el acceso irrestricto- debe tocar las aristas más profundas de nuestra sociedad, basada en su contradicción entre capital y trabajo. Sólo en una sociedad sin explotación con una jornada de trabajo justa y que dé cabida a todos y todas podrá tener su espacio todo profesional, como también quien no quiera serlo. Es un cambio real, profundo y necesario para la verdadera reconciliación entre todo ser humano. Y porque la educación no debe ser una herramienta de promoción, sino una de encuentro social, de provecho popular y que guarde una relación intrínseca con la anhelada libertad de todo ser humano.
La educación toca las fibras más profundas de nuestra sociedad, develando las vicisitudes más genuinas de la misma.  Ahora, el paso debe ser auténtico y al unísono: la educación más allá de su carácter de derecho fundamental, la educación en su contenido que devele cuál es el proyecto social de país que queremos construir. Esa es una deuda histórica de nuestro Chile.

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