11 feb 2014

Frente a los dichos de Van Rysselberghe: una breve respuesta desde el sentido común y el Derecho.



El día lunes 10 de febrero la senadora por la región del Bío Bío, Jacqueline Van Rysselberghe, declaró a La Tercera que “un niño no tiene la culpa de que lo adopte una pareja homosexual, indicando que va a sufrir el peso de la discriminación”. A su vez, señaló que “el apoyo al matrimonio homoparental, que incluye la adopción de niños y niñas, vulneraría los derechos del niño, los cuales a su juicio deberían estar por sobre los derechos de las minorías sexuales”.


No pretendo rebatir dicha postura que representa, en su conjunto, una posición política y moral desde los datos empíricos que hoy manifiestan un absoluto contrario a la idea que, de alguna u otra manera, los niños se verían afectados por tener una familia homoparental. Responderé desde los dos ámbitos en los que pareciese basarse la senadora: desde el sentido común y desde el Derecho.


El entender que el niño o niña sería discriminado por tener una familia homoparental es un argumento tramposo en tanto gira en torno a “consensos sociales” que como tales no son estáticos. Es decir, si hoy existe la discriminación es porque, en definitiva, bajo esos valores se ha desarrollado nuestra sociedad. Pero cada vez dicha situación, que parte desde la concepción del homosexual como “raro”, “antinatural” o el otrora “enfermo”, van desapareciendo paulatinamente de la misma, ya sea tanto desde  el efectivo entendimiento de la condición sexual como algo que no importa ningún tipo de discriminación (o un paso más allá, desde la adecuada internación y profundización de la teoría de género, aún minoritaria en este proceso), como desde lo que autores como Zizek llamarían “tolerancia represiva”, en donde se mantiene la opresión pero se asemejan ciertos tipos de integración que parece ocultarla, particularmente cuando dicha integración es servil al mercado o prototipos determinados que no atacan la raíz del problema en la misma. Sea una u otra, o en sus diferentes matices, lo cierto es que nuestra sociedad ha efectivamente interiorizado de mejor manera “la problemática homosexual”. De esta manera, argumentar en torno a lo incorrecto de la adopción por parte de parejas homoparentales en tanto la discriminación que ello conllevaría no es sólo no asumir el cambio de la sociedad, sino forzar mecanismos para retener el avance de éste o en desmedro de ello hacerlo ralentizarlo. El  problema no es la adopción, el problema es la discriminación. Es a ella a la que hay que atacar, desde las aristas de educación formal en todos sus niveles hasta en la convivencia del día a día. Negar la adopción por la discriminación es negarse a avanzar en lo que se requiere cambiar utilizando como argumento aquello mismo que es la razón de la necesidad del cambio.


            Desde un segundo punto de vista, se argumenta en torno a los derechos del niño. Éstos aparecen consagrados en la Convención sobre los Derechos del Niño de 1989. El objeto de la Convención es reforzar la protección de los niños como plenos sujetos de derechos humanos, siendo, además, beneficiarios de cierta protección especial en su calidad de grupo más vulnerable, siendo aquello un mandato absoluto para el Estado y sus órganos a través del interés superior del niño.  En lo concreto, éste se refiere al “pleno respeto de los distintos factores que contribuyen a formar al niño, niña o adolescente, como persona, buscándose a través de tal actividad asegurar el ejercicio y protección de los derechos fundamentales de los menores y posibilitar la mayor satisfacción de todos los aspectos de su vida, orientados al desarrollo de su personalidad”. Sentencias de tribunales nacionales y comparados, es decir,  jurisprudencia de Chile y otros países, ha establecido que dicho concepto es uno de carácter indeterminado o genérico, cuya magnitud se aprecia cuando es aplicado al caso concreto. De otro lado, el inciso 2º del artículo 222 de nuestro Código Civil, que constituye una verdadera declaración de principios sobre la protección que debe darse al menor, señala que “La preocupación fundamental de los padres es el interés superior del hijo, para lo cual procurarán su mayor realización espiritual y material posible, y lo guiarán  en el ejercicio de los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana de modo conforme a la evolución de sus facultades”. Así, se tipifica el principio en cuestión en nuestro ordenamiento jurídico. ¿Por qué una familia homoparental, senadora Van Rysselberghe, no podría dar absoluto cumplimiento a dicha consideración que usted misma arguye? ¿Por qué se vulneraría, en el caso de una familia homoparental en el cumplimiento del citado artículo, el interés superior del niño? Sostener que aquello vulneraría el desarrollo del mismo no es más que una posición política que se lleva al plano del Derecho para dotar de contenido el citado principio. No existe algo así como el “interés superior del niño neutral”, como pretende hacer ver. Es sólo un ejercicio de argumentación, donde recurrir al Derecho no es más que un velo que buscar engañar por medio de la pretendida neutralidad de la norma, inexistente en ella y en las posiciones políticas, por cierto.


Por otro lado, acá no hablamos de una pugna de ponderación -como lo plantea la senadora- en torno a los derechos del niño versus los “derechos de la diversidad sexual”, que no son más que expresión del derecho de todo ser humano a contraer una familia (lo que, aclarando desde ya, no conlleva en sí matrimonio ni adopción necesariamente, pero siendo una de sus variantes y la más común, corresponde entenderla como un anhelo para un gran número de parejas homosexuales). Por ejemplo, la declaración de “Principios de Yogyakarta sobre la Aplicación de Legislación Internacional de Derechos Humanos en relación con la Orientación Sexual e Identidad de Género”, señala, en su principio 1, como cuestión fundamental que “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos. Los seres  humanos de todas las orientaciones sexuales e identidades de género tienen derecho al pleno disfrute de todos los derechos humanos”. En complemento a lo anterior, referido especialmente al derecho a formar una familia y a garantizar la dignidad y derechos sin discriminación para todo ser humano, señala el principio 24 que “Toda persona tiene el derecho a formar una familia, con independencia de su  orientación sexual o identidad de género. Existen diversas configuraciones de familias. Ninguna familia puede ser sometida a discriminación basada en la  orientación sexual o identidad de género de cualquiera de sus integrantes”[1]. Ello se complementa con la Declaración Universal de Derechos Humanos establece en su artículo 16.1, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, publicado en Chile el 29 de abril de 1989, en su art. 23.2, su reiteración en el Pacto de San José de Costa Rica en el art. 17.2 y su complemento en el  art. 2.1., que se refieren a lo anterior en la misma línea. No existe dicha ponderación pues no se trata de oponer cada derecho para ver determinar “cuál es más importante”: para el desarrollo de cada niño la familia es un ente vital, por ende para la correcta defensa del mismo y el verdadero respaldo al interés superior del niño, el derecho a la crear una familia de todo ser humano, independiente del carácter de la misma, no es una oposición, sino un necesario complemento.


La ley debe renunciar a imponer un modelo de familia y debe limitarse a otorgar el respectivo respaldo a las opciones que puede tomar toda persona en uso de su autonomía moral.  El ordenamiento jurídico chileno no define, en sí, qué se entiende por familia. Y ello no es casualidad: en el Informe de la Comisión Nacional de Familia creada  por 1992, Jaime Silva señala que “el constituyente deja abierta la posibilidad  que sea la sociedad, en cada momento histórico, la que defina qué entiende por familia y cómo se harán efectivas muchas de las aspiraciones programáticas consagradas por la Constitución”[2].


La realidad referida anteriormente es una que no debe soslayarse: al año 2013, según los datos otorgados por el Censo 2012[3], se estima que del total de 13.045.880 de personas que tienen 15 años o más, 34.976 personas conviven con una pareja del mismo sexo. Esto, por supuesto, sin considerar aquellos datos que omiten los propios censados en concordancia a las ostensibles discriminaciones por la orientación sexual de cada uno de ellos que aún oscilan en nuestra sociedad, además de aquellos que, si bien no conviven, tienen una orientación sexual diversa, por ende tampoco constituirán una relación de carácter heterosexual y por ende con posibilidad de matrimonio.


Constituir una familia es un derecho independiente de la condición sexual de la persona que es titular del mismo. Los derechos del niño implican cuestiones elementales: cuidado, protección, educación y amor. La familia -en sus diversas formas, y con o sin matrimonio- es una institución vital para el desarrollo del mismo: homosexuales o heterosexuales tienen el mismo derecho al matrimonio, a formar a una familia y a defender, justamente, el interés superior del niño.


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[1] En el Examen Periódico Universal (EPU) de la ONU (año 2009), Chile se comprometió a aplicar los Principios de Yogyakarta (año 2007) Si bien tal normativa no corresponde a una Convención o Tratado Internacional en virtud del cual se obliguen los Estados, se trata de un cuerpo de principios que sirven para interpretar la normativa internacional. Al respecto, y habiéndose señalado ello, cabe destacar la aplicación de ésta a objeto de entender los derechos para aquellos integrantes de nuestra sociedad con una orientación sexual o identidad de género minoritaria dentro del contexto que suscita este texto, es decir, su derecho a formar una familia y cómo el legislador integra diferentes expresiones de ésta donde se puedan ver efectivamente involucrados, como una de las tantas concepciones de familia que hoy son dejadas al margen por nuestra normativa.

[2] SILVA, Jaime. El derecho a procrear en el ordenamiento constitucional chileno. Revista Chilena de Derecho, Vol. 21 N°2, 1994, pp. 283-306, p. 290.

[3] A objeto de todos los datos presentados a continuación por el INE, revisar “La Familia Chilena en el tiempo”, << Véase online en http://estudios.sernam.cl/documentos/?eMTU1MDkzNA==La_Familia_Chilena_en_el_Tiempo>>.

3 feb 2014

El Concepto Meritocrático de Escuela y Acceso a la Educación Superior


El debate público se ha centrado estos últimos años, con altos y bajos, en lo concerniente a la educación como derecho fundamental. Es, en definitiva, lo que hemos instalado como estudiantes: la necesidad de un Estado garante de nuestros derechos fundamentales. La perspectiva reivindicativa no proviene sólo del pasado 2011, sino que se devela desde el trabajo e impulso del “Mochilazo” el 2001, y, por supuesto, la “Revolución Pingüina” del 2006, ambos hitos de mayor trascendencia dentro de todo un proceso de acumulación de fuerzas. Se trata de la maduración y entendimiento de un actor, como lo es el movimiento estudiantil, que demoró años: se creció desde las caídas, victorias y derrotas.
La introducción es vital en tanto nos denota una cuestión que debemos siempre tener en cuenta: ha sido todo este proceso uno  de absoluto crecimiento. Hoy, la cuestión problemática que hemos enarbolado desde nuestro sector se centra en la gratuidad en la educación, pero -y esta es la primera tesis- fue comprendida desde un ángulo por lo menos sesgado.
Sin duda alguna, la lucha por una educación de calidad y gratuita con el fin del financiamiento privado y del endeudamiento es una arista vital, pero sigue centrando la discusión en torno al factor económico, el factor monetario de lo que hemos enunciado como un derecho. Quizás ello fue necesario en su momento no tan sólo por su fin, sino también en tanto generaba empatía en el pueblo pues problematizaba desde el bolsillo de cada familia. Mas hoy es indudablemente insuficiente al alero de un cambio real no sólo en el modelo educativo, sino también en el modelo económico y político del país. Me explico. Hoy la discusión no debe sólo ser en torno al autofinanciamiento o al fin del endeudamiento y el lucro, la discusión no debe ser una que siga centrada en absoluto en la educación como un bien transable al mercado, sino que debe dar un paso más allá y plantear el siguiente debate: qué educación queremos y cómo esta educación alimenta un modelo social que debemos como pueblo definir. Mucho se ha comenzado a hablar, entonces, de forjar un verdadero proyecto educativo.
De esta forma, damos luces de la maduración de un proyecto y una lucha sin duda alguna reformista, pero que guarda –en perspectiva- un profundo espíritu revolucionario.  El primer paso, la gratuidad, ya está superado en torno al planteamiento de la demanda. Y aquí viene, luego de una larga introducción, la segunda tesis: debemos dejar de entender la educación como una herramienta de promoción social, desde el mal empleo de esta idea dentro del movimiento estudiantil hasta esta concepción bastante generalizada dentro de nuestra sociedad. Debemos dotar de propio contenido la respuesta a qué educación queremos, y exigirla.
Lo anterior nos lleva inevitablemente a dos ideas fundamentales. Primero, una que sería llamado por muchos “realista”, donde se nos menciona la meritocracia como fundamento esencial de la vida en sociedad. Lo cierto es que la educación municipal profundiza los ghettos sociales, ghettos que persisten en la reproducción de la situación socioeconómica de cada familia, que parte en el liceo, colegio o escuela y se traspasa a la universidad. La única opción de muchas de estas familias son los llamados “liceos emblemáticos” (es, de por sí, triste: le estamos diciendo a cientos de miles de niños y niñas que deben competir por entrar a estos colegios, porque -en gran parte- sólo en ellos les espera un futuro mejor, dejando al resto pateando piedras -como bien enunciaban hace años Los Prisioneros-, un modelo de Escuela es un especial llamativo a los sectores medios, particularmente lo que podría enunciarse como pequeña burguesía, sectores económicamente incipientes o, si se quiere desde la siutiquería, new rich), colegios que se basan en la selección, colegios que se transforman en enormes máquinas que clasifican, dan estereotipos, rotulan y direccionan a sus estudiantes hacia un camino determinado en la vida. Se le entrega –lo que es grave- legitimidad a la escuela, y particularmente a estos colegios, como mecanismos de movilidad o ascenso social mediante la idea del “logro”, de la “capacidad”. Así, por un lado la “meritocracia” esconde una pirámide escolar de base ancha y punta ínfima que condena cruelmente a los estudiantes más desfavorecidos, y, en segundo lugar, hace caso omiso a la condición misma de quienes no pueden seguir escalando en dicha pirámide: no hay consideración alguna a la realidad particular ni local, la situación socioeconómica como condicionante de la calidad de la educación, la educación no formal (familiar, del círculo íntimo, del círculo de amistades) que entregan valores y virtudes, las cuales siguen estando supeditas al mismo proceso histórico y tópico de cada familia. En lo concreto, no es lo mismo provenir de una familia con problemas de drogadicción, violencia intrafamiliar y delincuencia en una comuna de alto riesgo social, a nacer en una de situación económica e íntima estable. No le podemos exigir a cada estudiante lo mismo. La escuela meritocrática, por supuesto, sí lo hace.
Como segunda idea, un planteamiento que sería considerado por muchos como “ideologizado”: la promoción social conlleva el asumir de forma natural la sociedad de clases, dándole legitimidad a las mismas, y, lo que es aún peor, se vislumbra como una superación de su antagonismo irreconciliable. Por medio de la escuela, este mecanismo promotor, se puede traspasar desde la clase desfavorecida, explotada, a la dominante. En el fondo, llega un punto donde se le otorga validez a que ciertos educandos generen una continuidad para el traspaso de explotado a explotador, cumpliendo a cabalidad no sólo la naturalización de clases sociales, sino que a su vez prepara, con capital humano, su reproducción, asegurando la coexistencia de ambas.
De esta forma, y superando aquella idea, la educación –y acá incluyo también a las universidades- debe responder a un qué queremos como sociedad, no a la idea externa de ella como una herramienta de promoción social. Junto con esto, en el ejercicio propio de la educación, ésta funciona, en lo interno, como un mecanismo de capacitación para la mano de obra y el capital humano especializado (fruto del sistema capitalista imperante, sus condiciones objetivas o el factor económico) y la difusión transversal –imposición, para ser específicos- de formas ideológicas y elementos culturales dominantes (la función subjetiva, la apelación al sentido común o el factor ideológico). Formas y elementos que, por supuesto, reproducen el statu quo y aseguran su fortalecimiento.
La pregunta es, entonces, cómo debemos entender la educación y porqué reviste tanta importancia. Aquí viene la tercera tesis: es inseparable la educación del modelo de sociedad que queremos construir. Así, como señalaría Durkheim, la educación es “la acción ejercida por las generaciones adultas sobre aquellas que aún no están maduras para la vida social. Tiene por objeto suscitar y desarrollar en el niño cierto número de estados físicos, intelectuales y morales que exigen de él, la sociedad política en su conjunto y el medio especial al que está particularmente destinado”. Particularmente, dichas exigencias de la sociedad provienen de las condiciones de las mismas y sus consensos. En una sociedad de clases donde exista dominación, prevalecerá un modelo que tienda hacia la perseveración de la misma.
La educación, entonces, debe entenderse de una forma diametralmente opuesta. No debe pensarse de la lógica de la retribución individual, sino que social: lo que con ella cada ser humano aporta a la vida en conjunto, al ser colectivo y no al egoísta. Luchar contra la misma concepción liberal de los derechos humanos que se expresan en las aras de la libertad negativa (la no intromisión, interferencia) y la propiedad. En su esfera privada, que sea un potente instrumento de libertad, para que su capital cultural sea utilizado en provecho del individuo y a la vez del conjunto, para lo cual no es escindible una profunda transformación social que garantice en definitiva la fehaciente libertad, desprendiéndose la escuela de elementos superpuestos de dominación. Que, como lo vinculaba Hegel, se establezca como una instancia de mediación que sitúe su existencia entre el niño que se desprende paulatinamente de la familia, y el mundo del trabajo y la política, esto eso, el mundo del Estado y la sociedad. Que sea un elemento propio de lo público, que se prepare y forje al niño, adolescente y joven para la vida en comunidad. Esto genera, a su vez, una política de reconocimiento: el ser humano interactúa, se diferencia de otros al contacto, se reconoce y conoce como distinto al resto y por ende particular. Se provee como un ser único. Así, cumple una función vital, a su vez, en el crecimiento individual de cada ser humano.
Por último, y no tan extenso como querría, la cuarta tesis: para poder promocionar un cambio de tan alta trascendencia, asumiendo que las reformas son globales y requieren de múltiples modificaciones en todo un sistema educativo, debemos abordar la temática del acceso a la educación superior como un elemento de vital trascendencia.
Este ha sido un punto enclenque del movimiento estudiantil, el cual poco y nada ha discutido sobre el tema. Hoy, existen iniciativas de carácter paulatino que se proveen como mecanismos para soslayar las amplísimas brechas sociales en el ingreso a la educación superior, como son las Becas de Excelencia Académica, el sistema de propedéutico (USACH), los Cupos de Equidad (Universidad de Chile) y recientemente el ranking como herramienta elemento de ponderación en el acceso a la Educación Superior, impulsado particularmente por la Universidad de Santiago y la Universidad Católica. Ahora, no debemos olvidar, en aras de ese mismo horizonte revolucionario, una idea fundamental: el acceso irrestricto para cada estudiante al sistema universitario. Que todo aquel que desee estudiar en una Universidad pueda hacerlo. ¿Por qué? Porque ya no hablamos de la educación como una herramienta de promoción social. No queremos una universidad donde se nos cuestione la empleabilidad, donde se nos plantee el ya recurrente “¿qué pasaría si todos fuéramos profesionales?”, donde se trabaje desde la idea de rentabilidad. Porque lo hemos dicho una y otra vez: el cambio en materia educacional sólo podrá ser real cuando sea transformador, y para ser realmente transformador –y aquí la presión que pone el acceso irrestricto- debe tocar las aristas más profundas de nuestra sociedad, basada en su contradicción entre capital y trabajo. Sólo en una sociedad sin explotación con una jornada de trabajo justa y que dé cabida a todos y todas podrá tener su espacio todo profesional, como también quien no quiera serlo. Es un cambio real, profundo y necesario para la verdadera reconciliación entre todo ser humano. Y porque la educación no debe ser una herramienta de promoción, sino una de encuentro social, de provecho popular y que guarde una relación intrínseca con la anhelada libertad de todo ser humano.
La educación toca las fibras más profundas de nuestra sociedad, develando las vicisitudes más genuinas de la misma.  Ahora, el paso debe ser auténtico y al unísono: la educación más allá de su carácter de derecho fundamental, la educación en su contenido que devele cuál es el proyecto social de país que queremos construir. Esa es una deuda histórica de nuestro Chile.