31 oct 2010

Hola, adiós.

Siempre me ha costado decir adiós. Quizá el letargo de la lejanía, de la soledad, de la sensación pérdida... en fin, esas mismas palabras que continuamente me ha costado asumir desde diversas aristas de la vida. Creo, dentro de este impulso, que lo mejor en estos momentos es justamente dar punto final, punto final a un no-sé-qué, a una sensación absurda, a quizá haber creído más de lo que la realidad (esa que tanto me gusta ignorar) me limitaba a pensar.

Y es que -parece ser- poder decir adiós efectivamente es crecer. Y hoy quizá sea el adiós al daño sin quererlo hacer, adiós a ese ideal que desde la retórica vacía (sin el entusiasmo característico, sin la efusividad de querer a los demás) no logrará avanzar, adiós a mentirme y pensar que podría avanzar, adiós (y el peor adiós) a esa idea que nunca logró extrapolarse a quien debía escuchar. Miedo, sí, probablemente fue miedo. Pero es, a estas alturas, casi inevitable. ¿Casi? El resguardo de la esperanza, probablemente. O la idea de dar consejos sensatos, pero que desde la propia virtud jamás podría realizar. ¿Importa? De haber importado, otro sería el contexto, otra sería la idea de felicidad.



No es soberbia, es amor.
Poder decir adiós es crecer.

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