8.00am, Metro. Por fin abría los
ojos. Allí estaba, en el paraje de siempre, sin los de siempre. Las sonoridades
retumbaban en la caja de baldosa, cada paso argüía un quejido diverso: la
expresión distinta entre un ir y venir, un aquí y un allá, un subir y bajar; un
ritmo frenético, de selva de cemento, de ruidos de suelas y tapices gastados
como la de cualquier santiaguino, por definición inquieto. El eco de los tacos de
aquellas, de sentencia siempre tan definitiva, las mochilas exuberantes, los
bolsos comprimidos, los cuadernos y las tareas expectantes: todo listo y
dispuesto.
Y así, en el momento indicado, se asomaba el dueño de casa descendiendo su velocidad, anunciando reinante su llegada. La tensión se apoderaba del lugar: cuatro, tres, dos, y uno; ya no había tiempo para ser un dubitativo más.
Fin. Se abrieron las puertas, el
enemigo descendía. Lo logró: no hubo daño alguno; el tumulto avanzaba, yo con
él, estábamos arriba. Sonrisas. Una gran victoria para comenzar el día.