16 sept 2013

Victoria.


            8.00am, Metro. Por fin abría los ojos. Allí estaba, en el paraje de siempre, sin los de siempre. Las sonoridades retumbaban en la caja de baldosa, cada paso argüía un quejido diverso: la expresión distinta entre un ir y venir, un aquí y un allá, un subir y bajar; un ritmo frenético, de selva de cemento, de ruidos de suelas y tapices gastados como la de cualquier santiaguino, por definición inquieto. El eco de los tacos de aquellas, de sentencia siempre tan definitiva, las mochilas exuberantes, los bolsos comprimidos, los cuadernos y las tareas expectantes: todo listo y dispuesto.

            Llegaba el momento. Ya no había cómo mirar atrás: ahora, cada desconocido, querría ser un ganador más. Lo sentía. Podía observar, en sus gestos displicentes, la negativa al retraso de una vida más. Coraje, -me decía- llegaba una nueva jornada de valentía, un reto por superar.

            Y así, en el momento indicado, se asomaba el dueño de casa descendiendo su velocidad, anunciando reinante su llegada. La tensión se apoderaba del lugar: cuatro, tres, dos, y uno; ya no había tiempo para ser un dubitativo más.


            Fin. Se abrieron las puertas, el enemigo descendía. Lo logró: no hubo daño alguno; el tumulto avanzaba, yo con él, estábamos arriba. Sonrisas. Una gran victoria para comenzar el día.