Ya han pasado cerca de siete meses desde la promulgación de la “Ley
Zamudio” (Ley Antidiscriminación, N°20.609). Ésta pudo aprobarse debido a la
presión mediática que existió tras el asesinato de Daniel Zamudio, acto de
homofobia que repercutió en el debate público de una sociedad férreamente
conservadora, generándose supuesta empatía por la “causa homosexual” por poco
más de los 21 días que agonizó Daniel. Así, la discusión transformada en presión
social llevó al legislador a avanzar en la temática, temática que -por cierto-
no tendría por qué haberse considerado sólo cuando la inactividad del mismo
desemboca en tan lamentable hecho. Sería, así, la primera gran derrota. Por
otro lado, la ley parece ser un instrumento deficiente pues soslaya lo más
vital: es inefectiva frente a la discriminación encubierta del día a día,
aquella de la ofensa disfrazada de cotidianidad. Y ésta es la derrota de todos
y todas.
Existe una idea recurrentemente aplacada tras el declive de la discusión
pública en torno al tema. Una voz que señala algo que, para muchos, no es
novedad en nuestro país: el fatal desenlace no se da sólo por el salvaje ataque
de cuatro hombres autodenominados neonazis, sino que los asesinos mediatos de
Daniel fuimos toda una sociedad. Hablo no sólo de encuestas, las cuales
demuestran que lejos de generarse consciencia sobre la discriminación que vive
el homosexual pareciese que sólo se explotó el sentimiento efímero: mientras el
41% de nuestro país se mostraba a favor del matrimonio homosexual el 2011 según
Criteria
Research,
los resultados de la Encuesta Nacional UDP sobre la misma temática demostrarían
que, en agosto del 2012 y una vez declinado el debate en torno a la muerte de
Daniel, sólo un 42% estaría de acuerdo con él. Más
pesadumbre al constatar que sólo un 59.2 por ciento está de acuerdo con que “homosexualidad es
una opción tan válida como cualquier otra”. Así, 4 de cada 10 chilenos, en la
segunda década del siglo XXI, continúan perpetuando alguna idea que señala la
homosexualidad como algo protervo, disímil o quizá de segunda categoría frente
al parámetro de normalidad impuesto por la misma sociedad.
Y es que somos parte de un algo que hace
sólidas las raíces de la homofobia. Somos testigo y parte de una sociedad que
se burla permanentemente de quien es homosexual. Sin embargo, no hago
referencia acá para quienes consideran la homosexualidad una enfermedad o un
disvalor –cuestión que por lo menos en esta columna no vale la pena siquiera
considerar-, sino que el llamado de atención es a quienes, considerándose a
favor de los derechos de éstos, tienden con su actos y dichos a perpetuar la
homofobia reinante de un país que no tolera la diversidad. Porque los mismos
que se espantaron hasta el punto de llenar sus redes sociales pidiendo justicia
para Daniel y quizá un poco más, no entendieron que el activismo virtual no
tiene ningún sentido si la consciencia que busca crear no se materializa en el
día a día. Ellos dejaron de lado la reflexión crítica cuando apuntaron en la
calle el acto de cariño de dos hombres, cuando se rieron de la talla que
relaciona al homosexual con lo eminentemente femenino en la tevé, cuando
cruzaron la calle al ver dos travestis que caminaban contra su sentido, cuando
se intimidaron ante el homosexual en la disco, cuando le expresaron a sus
amigos que eran “huecos” o “fletos” bajo la idea de sorna, bajo la idea de
risa, bajo la idea de burla. Todos y todas formamos, así, parte de esa doble
careta: pregonar el fin de la discriminación, pero enraizarla bajo la
justificación de lo aparentemente inofensivo.
El año 2009 se realizó la encuesta nacional de opinión
pública PNUD. Una de las preguntas de la
encuesta consistía en que el entrevistado expresara las tres primeras palabras
que se les venían a la cabeza al utilizarse la palabra “homosexual”. Así, un
48% de las palabras referían a la homosexualidad como una enfermedad. Las ideas
más repetidas eran “anormal”, “asco”, “asqueroso”, “cochino”, “degenerado”,
“sucio”, “maricón”, “enfermo”, “hueco” y “raro”. Así, quizá nosotros no somos
quienes manifiestan dichas palabras de forma despectiva en referencia a una
persona de orientación homosexual. Pero cuando cerca de la mitad del país las
utiliza con dicho sentido, sólo sedimentamos aún más su peor efecto: la
segregación. Lo inofensivo de la “talla” pasa a convertirse en lo sintómatico
del apartheid sexual, del impedimento de valoración de quien simplemente no
posee una orientación sexual dominante a nivel de masa en nuestra sociedad.
Ejemplo de lo anterior es la polémica que
rondó los medios de comunicación en torno a la rutina de Yerko Puchento,
personaje de Daniel Alcaíno, y Andrés Caniulef. Dejando de lado el
individualismo del último que sólo recordó su origen mapuche y criticó la
rutina desde la afectación personal, como también el hecho de que efectivamente
el actor ha sido parte activa de las reivindicaciones del pueblo mapuche y
diversas causas de índole social, en lo efectivo la rutina utilizaba como
factor para hacer reír el hecho de ser homosexual. Y claro, no lo era por una actitud particular que se
dejara ver fuera de su supuesta orientación sexual, no se buscaba la sana broma
sobre un hombre cualquiera. El tema era sencillamente reírse de la
homosexualidad, burlarse de Caniulef por ser gay. Ni más ni menos. Y ahí, en la
misma discusión, la retórica más burda –pero recurrente y aceptada- es de
aquellos que lo justifican bajo la idea de “reírse de uno mismo”. O peor aún,
la discriminación sin cubiertas que reclama por “la intolerancia del
homosexual”. Y es que la premisa que aboga porque la orientación sexual no debe
ser motivo de humor para nadie en medida de la discriminación que comporta
(nadie se ríe del heterosexual por serlo) tiene una raigambre clara: la
separación, la misma ya referida. El hecho de sentirse ajeno, distinto,
rechazado. El de demostrarle una y otra vez a quienes nos acompañan en el día a
día que son distintos -y una minoría-, y que por más que pregonemos por sus
derechos deberán acostumbrarse a dicha idea. A veces la peor forma de
discriminación tiene que ver con resaltar, aunque sea sin dicha intención, que
nunca podrás ser uno más.
Hace semanas apareció una encuesta que
señalaba que mayoría de los militares chilenos, el 96,6 por ciento para ser exactos, rechaza
el ingreso de homosexuales en el Ejército. A su vez, mostraba que un 66,4
% cree que la homosexualidad es
incompatible con la disciplina militar. Y ello es por otra forma de
discriminación recurrente: se asocia a la homosexualidad como falta de
masculinidad. Para analizar la información podríamos pasar desde lo global
-pasar de la opresión que vive el homosexual a la lucha por ser parte del
ejército en aras de la no-discriminación, de forma de constituir un cuerpo de
dominación- a lo más particular, de entender la construcción humana del término
“masculinidad”. Pero, volvamos nuevo al día a día. En el comercial de Virgin
Movil, en parodia a la tanda comercial de Sodimac, se juega con el mismo
estándar. Tal parece que el homosexual no puede ser hombre. Claramente habrá
quienes de sexo masculino tengan una identidad de género distinta, pero la idea
es otra. Lo central es que el obrero –símbolo de la masculinidad, primer
estereotipo- vea como algo ajeno al homosexual afeminado que se dice hombre,
desde el sesgo machista que invoca al sexo masculino desde un escalafón
superior. Y suena chistoso, y nos reímos todos y todas. Incluso yo.
Pero es necesario dar un término al gesto
velado de cotidianidad que justifica la homofobia, decir un ¡basta! cuyo mayor
eco sea un cambio de actitud y mentalidad. Aunque cuesta los epítetos más
holgados de exageración y las burlas propias de lo ridículo. Denunciar, con aún
más ahínco, al progresismo social que se ríe de la opresión contra la cual dice
luchar. Dejar de lado la sorna como cubierta del egoísmo. Por el fin a la
homofobia. Porque nunca nadie más tenga que avergonzarse por su orientación
sexual. Para que no tenga que morir ningún Daniel más.