Cuerpo
hacia atrás, mochila entre las piernas, mano izquierda en los pasamanos y la
diestra en el libro. Ojos descendiendo, comenzaba el son del metro y el ritmo
de mi lectura: “En alguna de esas noches heladas el ingeniero
oyó llorar ahogadamente a la muchacha del Dauphine. Sin hacer ruido, abrió poco
a poco la portezuela y tanteó en la sombra hasta rozar una mejilla mojada (…)”.
Era cómico. Cada vez que leía, no podía sino entender “Daphne”, imaginando a
través de la marca aquel auto cómo sería aquella chica.
Avanzaba
en mi viaje y el metro ahondaba en sus andares, abriendo cuál sureño su
hospitalidad al ingreso de más pasajeros. Cada incorporación era una
distracción curiosa. Y ahí, en el momento menos indicado, llegó tambaleándose bajo
el rugido de su coraza, bajo su amarillo despampanante. Inquieto y aprestándome
al nuevo tramo, no sólo sentía que podía notar mi primeriza sonrisa, casi
podía ver, a través de las páginas, cómo su mirada penetraba cada una de mis palabras.
Ojos claros, piel morena: aquel compás que resaltaba en las paredes, tan
metálicas, tan abusadas. Levanto la cabeza y allí estaba: en el éxodo detenido
su sonrisa deslumbraba anunciando la partida. Comenzaba nuevamente el vaivén, y
las letras, rugosas, se transformaban en una flecha que apuntaba hacia ella: Julio,
siempre tan inquieto, me susurraba que no había oportunidad que perder. Y así, en
mi sonrojo, disimulaba bajo el borde del cuerpo de brindis lingüístico cómo sólo
a ella, y repito -sólo a ella- la quería leer.
Se
detenía nuevamente el ritmo palpitante del metro rojo, y ahora, en el instante
preciso, exacto, sin siquiera saber cómo abordarla, debería hacerlo. Pero nada
pasaría. Se había ido perdida entre la multitud indiferente que ahora, testigo,
abandonaba el vagón. Las viles puertas me acaban de ganar una nueva aventura, una
nueva guerra. Suspiro, me resigno y espero un nuevo arranque, la mirada de vuelta
al texto, el corazón al viejo amigo:
“Pensándolo
después -en la calle, en un tren, cruzando campos- todo eso hubiera parecido
absurdo, pero un teatro no es más que un pacto con el absurdo, su ejercicio
eficaz y lujoso”, continuaba el libro.