17 ene 2013

Todas las estaciones, la estación.

           Sonaba la alarma roja y yo ya sabía que era el momento: cerrarían las puertas, siempre tan belicosas, como señal inclaudicable del momento para inmiscuirme en mi paralelo de lectura. Una forma de escapar de la rutina en medio de ella, pensaba. Llevaba dos días con el mismo libro. Correspondía, esta vez, a mi querido amigo Julio -Julio Cortázar, para los no tan cercanos- en una nueva lectura de aquel recurrente “Todos los Fuegos el Fuego”. De alguna forma u otra, siempre estaba en cada emprendimiento.

            Cuerpo hacia atrás, mochila entre las piernas, mano izquierda en los pasamanos y la diestra en el libro. Ojos descendiendo, comenzaba el son del metro y el ritmo de mi lectura: “En alguna de esas noches heladas el ingeniero oyó llorar ahogadamente a la muchacha del Dauphine. Sin hacer ruido, abrió poco a poco la portezuela y tanteó en la sombra hasta rozar una mejilla mojada (…)”. Era cómico. Cada vez que leía, no podía sino entender “Daphne”, imaginando a través de la marca aquel auto cómo sería aquella chica.

            Avanzaba en mi viaje y el metro ahondaba en sus andares, abriendo cuál sureño su hospitalidad al ingreso de más pasajeros. Cada incorporación era una distracción curiosa. Y ahí, en el momento menos indicado, llegó tambaleándose bajo el rugido de su coraza, bajo su amarillo despampanante. Inquieto y aprestándome al nuevo tramo, no sólo sentía que podía notar mi primeriza sonrisa, casi podía ver, a través de las páginas, cómo su mirada penetraba cada una de mis palabras. Ojos claros, piel morena: aquel compás que resaltaba en las paredes, tan metálicas, tan abusadas. Levanto la cabeza y allí estaba: en el éxodo detenido su sonrisa deslumbraba anunciando la partida. Comenzaba nuevamente el vaivén, y las letras, rugosas, se transformaban en una flecha que apuntaba hacia ella: Julio, siempre tan inquieto, me susurraba que no había oportunidad que perder. Y así, en mi sonrojo, disimulaba bajo el borde del cuerpo de brindis lingüístico cómo sólo a ella, y repito -sólo a ella- la quería leer.

            Se detenía nuevamente el ritmo palpitante del metro rojo, y ahora, en el instante preciso, exacto, sin siquiera saber cómo abordarla, debería hacerlo. Pero nada pasaría. Se había ido perdida entre la multitud indiferente que ahora, testigo, abandonaba el vagón. Las viles puertas me acaban de ganar una nueva aventura, una nueva guerra. Suspiro, me resigno y espero un nuevo arranque, la mirada de vuelta al texto, el corazón al viejo amigo:

            “Pensándolo después -en la calle, en un tren, cruzando campos- todo eso hubiera parecido absurdo, pero un teatro no es más que un pacto con el absurdo, su ejercicio eficaz y lujoso”, continuaba el libro.