Que la verdad es realidad, y la realidad es maleable. Que lo maleable está en uno, en uno el punto de vista. Que el punto de vista se empaña, que es mentira que el coraje es indoloro, que la soledad es la cura al problema de no tener a nadie. Que, en aquella necesidad de raciocinio y certeza que llamamos probabilidad, probablemente nadie está solo. Que es imposible estar solo cuando no puedes huir -y no, nunca podrás huir- de ti mismo: siempre te perseguirá tu sombra, siempre te perseguirá tu nombre. Que el estruendo de tu propio rojo motor, eco a eco en cada rama y pálpito a pálpito en cada estación, te recuerda con cálido bochorno que, para bien -sé feliz-, y para mal -tranquilo/a, puede que no haya certezas- estás vivo o viva. Y, quizás, que vives es la única verdad. Pero claro, la necesidad de probabilidad era el requerimiento de certeza, de certeza para creer que efectivamente existe verdad y así realidad, una realidad que no dejas de cambiar en el conciente o inconciente de negarte a ti mismo/a, al vértigo del día a día, al arrobamiento de jurar y querer nada más, ni un milímetro más.
Paciencia. Hay cicatrices que no son corpóreas, hay ilusiones más profundas que cualquier Amazonas, hay temores más palpitantes que toda esa realidad que, ahora convengamos, no es realidad: todo lo podemos destruir y volver a crear. Y en ese frívolo desconsuelo hay demasiadas, profusas, incontables piedras alrededor: a nadie le faltará la suya para lanzar, nunca faltará aquello por lo cual desear arrojar. Pero, ¿sabes?, vengo pidiéndote hace un tiempo, vengo jurándote como quien anhela no dar ninguna explicación más. Bajo ese mismo éxtasis, nunca huyas de lo más genuino, nunca niegues lo que desde la más profunda locura te hace vibrar: ello es, en definitiva, el resguardo de tu propia fidelidad, el resguardo de que aún existes pese a que te puedas tocar, el resguardo de que sí puedes lograr aquella -cada vez más utópica, pero no menos imposible- felicidad.