31 dic 2010

La palidez ama al color.


Niños y niñas,


A estas alturas, toda palabra es un tanto redundante. Con muchos de ustedes es una amistad de años, con otros la profundización de ya dos intensos años de universidad, con otros la alegría de sentir tanto en tan poco tiempo. Yo sólo quiero, a través de esta pequeña misiva, recordales que más allá de cuánto nos podramos ver, más allá de cuánto estemos en este vertiginoso mundo que tanto nos apremia, más allá de lo mucho que pude haberles fallado a un u otro por no haber podido estar ahí siempre... los y las quiero, y mucho, mucho. Sé que a ratos soy medio tonto para mis cosas, que me cuesta rendir en todo ámbito cuando termino siendo una subdivisión de muchos Leos, pero no podía dejar pasar este año -tan nocivo para muchos- sin decirles, aunque sea por este medio, lo importantes que son.


Quizá viví este año el quiebre máximo con mi odio a la Universidad, rollo que quizá no les conté mucho, pero no quería hacer de ello una carga para nadie. Muchos días simplemente me arrancaba, llegaba a la U y me daba hasta miedo entrar, me iba a caminar, a leer, a pensarme en un contexto distinto. En verdad, no sé si quiera en términos académicos seguir en ella, probablemente me arrepienta en un tiempo más, probablemente la crisis venga de nuevo, probablemente necesite esas caminatas matutinas eternas, probablemente ni siquiera esté ahí... pero si hay algo que me mantuvo y que me ancló, más allá de lo muy crítico que puedo ser con las y mis relaciones en la U, fue, en definitiva, tenerlos a ustedes, a quienes quiero, a quienes no desearía dejar de ver constantemente. Mi mayor reflexión fue justamente no cuestionarme tanto, y quedarme con lo más sensato y honesto que era el cariño por la gente. Así, muchas gracias por, directamente o indirectamente, haberme dado la estabilidad para continuar donde hoy estamos, estoy.



Para los más viejos, en aquellos momentos idóneos, en aquellos momentos de letargo, en aquellos momentos de simplemente estar, cuánto los quiero, cuánto los necesito, cuánto no quiero alejarlos nunca de mi lado. Muchísimas gracias por escucharme y hacerme espacio dentro de nuestros distintos contextos, pero con una identidad común al fin y al cabo, identidad que hemos construido y seguiremos construyendo.


En fin, esto me quedó muchísimo más largo de lo que quería, lo lamento. No obstante esto, al diablo las sensaciones de pena, quedémonos con la alegría y la esperanza de lo que viene, esas sonrisas que no pueden faltar, esa espíritu infantil que no puede no estar en nosotros. Somos sólo niños jugando a ser adultos, nunca lo olviden. Y, como tales, no nos queda más que con todo el rubor posible no esperar, sino construir un año que será tremendo para ustedes, para mí, para el mundo, para un nosotros.


Abrazos gigantes!

Cariños,


Leo.

¡En este 2011 vamos con todo!



19 dic 2010

Colorear.


Si tuviéramos la capacidad de construir un mundo con plasticina, ¿qué cariz le daríamos? Tendríamos muchísimos colores para abordar diferentes aristas de la vida, quizá para darle fosforescencia, quizá para aumentar los cálidos por sobres los fríos, quizá para hacer uno más allá del verde de la tierra y el azul de los océanos. Lo importante es que podríamos moldearlo con nuestras manos, construir desde lo más ínfimo hasta lo más relevante, adornarlo con cuánto color queramos darle. Y cuán importante son los colores.


En mi caso, primero tomaría el rojo. No puede no estar el rojo. No representaría jamás lucha, no habría nada que ganar, el sólo vivir día a día sería una victoria, existir sería en sí el fin acaecido. Ya no estaría lleno de consignas, sólo representaría la consecución definitiva de tanto por lo cual se habrá luchado; tampoco sería el corazón ni representaría al amor, al elocuente amor. Le cambiaría el color al sol, lo iría entonces rojo, lo haría entonces brillar todas las mañanas, lo dejaría como omnipotente símbolo de fraternidad y riqueza, omnipotente símbolo de la vida mía, de la vida tuya, de la vida nuestra. ¿Qué más nos quedará sino el sol? Si nos queda el sol, nos queda el recuerdo, si nos queda el recuerdo, nos queda historia… y si nos queda historia, nos queda todo aquello mencionado que esta vez no representó el color. Lucha sin corazón no tiene sentido, corazón que no ama no duele, corazón que no sufre no siente, corazón que no siente no tiene nada que cambiar, nada que ganar.


Pasaría entonces al verde. Acá no tendría que significar esperanza, el puño en alto nos bastaría para ello. Lo comprendería como honestidad. Repartiría muchas poleras verdes para impregnarnos de vitalidad, y qué vitalidad tiene sentido cuando no se gesta desde lo más real. Nadie puede ser si no se realmente es. No existe más de un yo, sólo está el sensato, el resto es sólo engaño, engaño hecho conscientemente para no sentirnos tan ínfimos. Y yo no querría engañar a nadie… y tampoco querría que me engañaran a mí. Y cuánto miedo le tenemos a ello. El verde nos haría brutalmente honestos, pero todo nos dolería menos. El verde sería entonces la mejor solución para entendernos: sabríamos no sólo qué esperar, sino que todos esperaríamos de los demás. De cada desilusión nacería de inmediato una nueva esperanza, podaríamos las penas, floreceríamos desde cada eventualidad. No nos cansaríamos de tanto esperar.


Qué venga entonces el azul, qué conlleve entonces el viaje. Qué nos veamos viajando una y otra vez, dentro de burbujas, hacia ínfimos lugares, hacia máximos infinitos. Qué podamos volar con sólo imaginar, qué podamos nadar sólo con respirar. Qué nos permita teletransportarnos de un lugar a otro sólo con pensar a dónde queramos llegar, que no se gesten incidentes que coarten el movimiento, que la totalidad esté en constante ejecución, qué no haya espacio para el cansancio sin consideración. Así, el caminar pasaría a tener más sentido como lugar de encuentro, como lugar de distensión, como lugar para disfrutar. Podríamos caminar juntos, y nada importaría más. Sentiríamos la riqueza del avanzar, oleríamos el tacto, respiraríamos el viento y partiríamos por caminar y hacer nada, juntarnos para hacer nada.


¿Y qué hacemos con el amarillo? Lo dejaría en el corazón de las personas, haría la sangre amarilla radiante, como miel, como dulce. Cada herida tendría un poco más sabor, cada pelea tendría menos amargura. Confundiría la sangre con cabellos, y probablemente todo brillaría un poco más. Ante la necesidad haríamos donaciones de manzanilla, la mezclaríamos con azúcar, quizá hasta un poco de crema, un poco de algodón. Valoraríamos más el girasol, nos daría vida, nos daría continuidad. Hasta eso que todos piensan alguna vez hacer tendría un poco más de dulzor. Hasta los corazones rotos engordarían, y los correspondidos conspicuas sobredosis nos darían.


Con el café ya no dibujaría montañas. Ahora pasarían a ser celestes, mientras la nieve sería de un morado claro, naciendo de ríos de mermelada naranja, de mares frutales. No habría espacio para el negro porque significaría omitir un color, y omitir un color arruinaría el arcoíris, y sin arcoíris no tendría de dónde nacer el color. ¿Te imaginas el mundo sin color? No hay que ir muy lejos: el nuestro tiene poco y nada de él.


Y así llegamos al blanco. ¿No sería el blanco la sumatoria de todos? ¿Y no sería acaso tal sumatoria la intrínseca libertad? Ya no habría que enjaular a los pájaros por envidia a su alada libertad. Cada uno de nosotros sería un pájaro. O quizá un gato. O quizá un león. O quizá sólo lo queramos ser… en un mundo de colores todos podríamos ser. Probablemente no puedas imaginar un nuevo color, pero sí puedes reordenarlos, sí puedes redefinirlos, sí puedes reorientarlos. A veces basta pensar en nuestra realidad para comprender que ella no existe, y no existe porque con sólo imaginarla la podemos volver a crear, la podemos volver a construir, la podemos volver a idealizar.


El problema es que, a estas alturas, sólo podemos colorear.